sábado, 31 de marzo de 2012


Del noble oficio de injertar árboles

                                                   A Antonio Vinuesa

Para ganarme unos euros injertando árboles
me anuncié de esta manera:
Llegaba a las fincas donde el dueño había
remendado de mala gana,
sin limpieza y sin intención, un palo en otro palo
y sobre las yemas resecas colgaba una nota
con mi nombre y número de teléfono.
Aseguraba un 80% de efectividad en la operación.
Así injerté cerezos sobre guindos bravíos,
melocotones en patrón de ciruelo,
manzanas Belleza de Roma en retorcidos membrillos,
peras de Don Guindo en puntas de espino...
Y sobre todo castaños. De las variedades
que se extinguen a consecuencia de la tinta:
Mantequeras, Santas, Gallas, Gatillas, Coronelas...
Y cepas, grietas del vino diario:
garnacha, moscatel... Fue el único instante
en que mis rodillas tocaron el suelo.
Postrado así, sumiso ante el milagro
de la púa entrando con la yema en la hendidura
para prender después y brotar y manar uva.
Creciendo  todo en surtidor desde la tierra.
Saliendo de la tierra.

Pero lo mejor fue un rosal de cien hojas
en agavanzo. Respetando el agavanzo:
mitad rosa perfumada mitad silvestre rosa,
la rosa de mayo con la zarzarrosa,
el rosal de Provenza con el escaramujo.
Escabroso terciopelo, jardín del monte,
el rosa con el blanco más blanco de los huertos.
Ni rivales ni contrarias mi mano y su mano
floreciendo de gracia.

                 Santos Jiménez




1 comentario:

  1. Gracias por tu amable comentario a mi poema. Me alegra que te gustase. Un saludo.
    Néstor Hervás.

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