domingo, 1 de enero de 2012

Doce uvas moscateles para el collar de una novia

Mantengo una amistad desde hace mucho tiempo. Es alguien al que veo poco. Pasan los años y el único contacto que tenemos es esta llamada telefónica en el último momento del año para desearnos lo mejor para el próximo. Nunca está demás invocar buena suerte y salud... Va a entrar aquí, en estos asuntos de familia, porque yo le escribí un poema para su novia -que ahora, y desde hace muchos años, es su mujer- cuando los dos hacíamos la mili en esos cuarteles oscuros de las afueras de Madrid. Allí estábamos el día veintitrés de febrero del año mil novecientos ochenta y uno, metidos en la ratonera, a disposición de los mandos pertinentes que se estuvieron tambaleando durante horas a una y otra parte de la balanza...
Me pidió un poema ... Yo le solicité algunos detalles y llevé al papel una playa de oleaje pausado y un enamorado que vagaba perdido en la distancia, vestido de caqui y pensando continuamente en su amor almeriense... Ella me confesó años más tarde que cuando recibió la carta lo primero que pensó fue lo mucho que estaba cambiando aquel chico espigado en Madrid... Era la primera vez que les visitábamos. Nos mostraron la casa; al entrar en la habitación del matrimonio, enmarcado y colgado como un cuadro, estaba aquel bosquejo de poema con todas las simplezas del amor... Fue muy fuerte, si se me permite la expresión, que como eco del habla de mi hija, me viene a la mente... Me conmovió. Había un poema mío que había servido para algo. Una transfusión de amistad fortaleciendo una pasión ajena... ¡Y había resultado!, como lo demostraba el hecho de encontrarse después de muchos años en el lugar más sagrado de la casa, allí donde los amantes restañan las heridas del tiempo y endulzan los sinsabores de la vida con la miel de sus cuerpos. En mitad del único campo de batalla sin vencedores ni vencidos...

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